Agorafobia

‒ Agorafobia. Hace no mucho las personas no sabían de esta aberración al espacio abierto. Vivir en una cuidad siempre ha sido como estar dentro de una gran burbuja protectora, rodeado siempre de personas, de herramientas, de protección. Tener al alcance de la mano en todo momento al coste de unos cuantos créditos una botella de agua o un comunicador ha sido siempre reconfortante, placentero, seguro. ¡Claro! Olvidemos por un momento las ratas y las cucarachas. No pensemos por favor en la suciedad o la aglutinación de seres humanos en un restaurante o en un concierto. Ya ni hablar de los problemas que resultan de vivir hacinados; lograr un acuerdo con 300 vecinos en un megacondominio o peor aún, entrar a un tren urbano que día y noche esta atestado es ahora una leyenda. Pero todas estas pequeñas incomodidades son nada en comparación con el estado de terror al salir de una ciudad.

Hablaba retóricamente un viajero en la barra de una cantina, justo al borde de Ciudad Esmeralda.

‒ Vaya, hasta han cubierto las ventanas con esa nueva pantalla que proyecta cuadros de arte, evitando así asomarse al vacío. Le contestó un aludido, que estaba sentado a su izquierda en la barra de la cantina.

‒ ¿Otra bebida? Preguntó el alegre robot cantinero, que tenía tres brazos con los que se coordinaba de manera precisa para servir, limpiar y cobrar a un solo tiempo.

Con un ademan el viajero asintió, y pasó su circuito quirúrgicamente cosido al dorso de su mano para pagar su segunda bebida.

‒ Ahora solo los robots parecen disfrutar del campo abierto. Nadie ya se aventura a salir de las ciudades. Le contestaba el viajero al compañero de barra.

La cantina estaba llena y el ruido de 50 personas hablando al mismo tiempo ocasionaban que levantaran aún más la voz. La mayoría de los bebedores tenían el rostro marcado con ampollas o imperfecciones gracias al exceso de radiación en la atmósfera. Muchos ya eran estériles aun sin saberlo. Casi todos habían perdido el cabello y unos cuantos vanidosos usaban peluquines sintéticos. Se concentraban en matar el tiempo, esperando su turno para morir.

‒ Por su puesto. Para salir hay que usar un traje anti radiación. Son incómodos y muy calientes. Se deshidrata uno en minutos allá afuera. Así nadie quiere salir de la protección de las ciudades. Mi nombre es Brown. ¿Y usted es?

‒ Encantado. Me llaman Radeo. Me han contado otros viajeros que en dos décadas desde la guerra nuclear los pocos animales que han sobrevivido, han mutado para soportar la radiación.

‒ ¡Sí! Leí en el número anterior del semanario “El tiempo” que varias expediciones de robots han estado clasificando nuevas especies. Unos cuervos cambiaron su color a ocre y al parecer sobreviven gracias a una rara mutación que les permite comer cucarachas. Contestó animado el Dr. Brown.

‒ Esas bastardas seguirán hasta el final de los tiempos. Radeo tomó un trago de su bebida y continuo su relato.

‒ Pero ese no era mi punto. Aún antes las personas odiaban salir de las ciudades. Siempre hacinados desde la Revolución Industrial. Una centuria después solo máquinas labraban el campo y transportaban toda clase de productos entre las ciudades. Poco después de la era de la información ya nadie viajaba entre ciudades. Todos los museos, todo el saber, todas las compras estaban disponibles en la Realidad Virtual, siempre desde la comodidad de su hogar. Los pocos que exploraban el campo abierto viajaban aterrorizados a que se les acabara la energía de sus baterías, que energizaban sus mapas electrónicos y sus mejoras cibernéticas. Quedarse en campo abierto a recargar sus baterías con receptores solares era cuestión de verdaderos héroes.

‒ Hubo un viajero que terminó por asesinar a sus acompañantes con tal de tomar el agua que les quedaba. Fue una escena espeluznante. Ni así pudo sobrevivir al páramo radiactivo. Contaba Radeo.

‒ Brindo por los nuevos aventureros que se preparan en la tierra para vivir en Marte. Levanto su tarro de cerveza iónica el Dr. Brown.

‒ ¿Usted le cree a esos políticos de mierda? Le cuestiono Radeo con una ceja levantada.

‒ Por su puesto. Según los cálculos gubernamentales la primer colonia podría partir en tan solo 20 años.

‒ Bah

‒ ¿Usted no? Preguntó de vuelta el Dr. Brown con una sincera curiosidad.

‒ Me da igual. Tengo que compartirle algo. Mañana partiré hacia Caerta, la nueva ciudad en el polo norte.

‒ Felicitaciones. Me han dicho que la radiación allí es mucho menor.

‒ No me felicite. Me aterra salir de la ciudad. Es como jugarse el pellejo en una estúpida Ruleta Rusa. En fin. La paga es buena. Claro, si logramos sobrevivir los ataques de agorafobia.

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